Ir al contenido principal

¿Viste estos artículos?

¿Viste este artículo?

Lifetime programación Mayo 2024 peliculas: Horarios estrenos y destacados desde el 01/05/24

HORARIOS PROGRAMACIÓN LIFETIME ESTRENO Y DESTACADOS LIFETIME MOVIES Todos los días de lunes a domingo .

La Menesunda segun Marta Minujin: Desde el 08.10.15 Museo de Arte Moderno

El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, dependiente del Ministerio de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, tiene el agrado de anunciar la inauguración de La Menesunda según Marta Minujín el próximo 8 de octubre a las 18 hs. en Avenida San Juan 350.

Cincuenta años después de la histórica ambientación que Marta Minujín realizó junto a Rubén Santantonín en mayo de 1965 en el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, el Moderno se convierte en escenario y testigo de una reconstrucción fiel que se desplegará dentro de un espacio de 400 metros cuadrados en el primer piso del Museo.

La Menesunda -"mezcla", "confusión", en lunfardo- consistía en una estructura laberíntica que incluía un recorrido por once situaciones y se organizaba a partir de una secuencia de espacios cúbicos, poliédricos, triangulares y circulares, recubiertos por diferentes materiales, que generaban estímulos multisensoriales en el visitante.

La Menesunda según Marta Minujín recupera en la actualidad el conjunto de relaciones materiales, sensoriales y simbólicas que hicieron posible su existencia en 1965. Fue una experiencia de ruptura respecto a los lenguajes visuales de la década. Durante medio siglo se fue cargando de múltiples significaciones y relecturas, hasta transformarse en una obra central del imaginario cultural argentino. Hoy, el Moderno propone una experiencia que apunta a repensar la carga legendaria depositada en la obra original. De esta manera, la reconstrucción realizada en 2015 invita a hacer nuevas lecturas del pasado, pero también despierta reflexiones y sensaciones en un contexto contemporáneo.

Como se lee en el texto curatorial de la exposición: "La Menesunda era, decididamente, una provocación; su objetivo, sacar a la gente del estupor de la vida cotidiana y obligarla a enfrentarse a esa cotidianeidad representada por objetos en extremo familiares, para abrir nuevas lecturas". 0001-lbWFY_hHY46NAgnus4F1i7Ic8TlWhPoswHEWsYnjf8n60pV48x8J_h9K8bHVhlCLuj6hMg=w1229-h489.jpg

Realizada en 1965 con la colaboración de los artistas Pablo Suárez, David Lamelas, Rodolfo Prayón, Floreal Amor y Leopoldo Maler, La Menesunda -según dijeron sus creadores- no era obra ni happening, tampoco espectáculo. Era pura experiencia y provocación. Un proyecto de una magnitud descomunal que se convertiría en el escándalo del año, pero también en uno de los grandes hitos de la historia del arte argentino.

Como declaró Minujín, ícono del arte de vanguardia de la Argentina en la década del 60 y acérrima cuestionadora de las normas y modalidades establecidas del arte: "La Menesunda fue un hecho histórico. Miles de personas fueron en aquel momento, revolucionó todo Buenos Aires. Era un recorrido a través de situaciones que buscaban sorprender y sensibilizar al espectador para ser participante".

A La Menesunda se ingresaba a través de una alargada figura humana. El visitante debía subir una empinada escalera para encontrarse con el primero de los ambientes donde había una serie de televisores, de los cuales dos reproducían la imagen del visitante en circuito cerrado y otros cinco emitían imágenes de programas de televisión abierta. Este espacio resumía la naturaleza del resto del recorrido. La presencia de los aparatos de T.V., incipientes miembros de la gran familia argentina, y la posibilidad para muchos de ver aparecer su imagen por primera vez en una pantalla plantean una serie de cuestiones que aparecerán en forma recurrente en la obra: el avance desaforado y el uso doméstico de la tecnología y los medios de comunicación. Luego, el participante debía optar por bajar hacia un túnel de neón, o continuar al siguiente espacio, donde encontraría una pareja que reposaba en paños menores en una cama. El camino continuaba hacia el interior de una enorme cabeza de mujer. Allí, una maquilladora profesional y una masajista ofrecían sus servicios. Otro espacio, un angosto pasillo de paredes recubiertas por enormes "intestinos", tenía un techo que se hacía más bajo a medida que el espectador avanzaba, hasta desembocar en un orificio por el cual se podía contemplar una serie de escenas de películas de Ingmar Bergman. En otra instancia, un breve tránsito por una heladera con temperaturas bajo cero y un intenso olor a dentista conducía a un pasillo ocupado por diversas formas y texturas que los transeúntes no tenían manera de evitar. Finalmente se llegaba a una habitación octogonal con paredes de espejos y olor a fritura, en cuyo centro se ubicaba una cabina de acrílico transparente, desde la cual se activaban luces negras y ventiladores que provocaban un torbellino de papel picado que acompañaría a los visitantes durante el trayecto de vuelta a su hogar.

0002-P7xXxom7zj9a1MQZ7NhQQyNeCJVSQRVOq4JTOJPa-E-4U8OagtjdUQSKXxzLwjh2ccjHXw=w1229-h489.jpg

La obra apareció en el circuito del arte argentino como una exposición inusual, que arrastró tanto escándalo mediático como éxito masivo. Los visitantes esperaban hasta tres o cuatro horas en la calle Florida para ingresar a la exposición. La prensa rioplatense recogió por entonces epítetos como "tontería", "estupidez" (La Gaceta), "lamentable" (La Nación), "enervante" (La Prensa), mientras que sus creadores fueron adjetivados de "locos", "sinvergüenzas", sin omitir un "sentimos que nos han tomado el pelo descaradamente" (Careo).

En contraste con la burla irónica de los medios, el potencial crítico de esta obra se encontraba en su capacidad para romper con los límites establecidos por una sociedad aún conservadora, desdibujando los contornos del objeto, para reemplazarlo por una obra de arte total, que apelaba a todos los sentidos del participante, interpelándolo y provocándolo con imágenes de la intimidad de los hogares argentinos y de su cotidianeidad, apuntando a su voluntad para romper con las antiguas restricciones.

"El enrevesado laberinto confrontaba, incomodaba, sorprendía y zarandeaba a todo aquel que osara traspasar su umbral. Sacudiendo al espectador de su habitual pasividad y sumergiéndolo en un agitado revoltijo, la obra confundía la cotidianeidad doméstica con el bullicio de las calles del centro y el más reciente de los lenguajes de la vanguardia, todo en una misma sala", según la lectura de Sofía Dourron, integrante del área de Curaduría del Moderno y autora de textos del catálogo de la exposición.

La Menesunda se presenta como testimonio cultural de una década de renovación absoluta en los lenguajes artísticos, los modos de circulación y legitimación de las producciones de los artistas, y también las maneras en que los nuevos públicos consumieron y procesaron las obras de la vanguardia. "Luego de dos semanas, la pieza se desintegró, y su rastro quedó sólo en los diarios y en el cuerpo de aquellos que la transitaron. La Menesunda fue, no tanto un punto de partida, sino el cierre de un capítulo que abre la puerta al siguiente episodio de la historia del arte argentino", concluye Dourron.

El proyecto de reconstrucción de La Menesunda -realizado a partir de documentación, fotografías, videos, notas de prensa, material audiovisual y testimonios de los artistas que colaboraron con Minujín y Santantonín en la pieza original de 1965- implicó un trabajo conjunto de los departamentos de Curaduría, Diseño y Producción de Exposiciones, y Conservación del Museo, junto a Marta Minujín, quien acompañó cada etapa de su desarrollo. El hecho de contar con la presencia de la artista hizo posible este gran proyecto. También se trabajó junto a un equipo de especialistas contratados para la ocasión, incluido el arquitecto Fernando Manzone.

Quienes visiten la exposición La Menesunda según Marta Minujín, también podrán recorrer las otras salas del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, donde se exhiben actualmente: La paradoja en el centro. Colección del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires: Ritmos de la materia en el arte argentino de los años 60; Marina De Caro. Contra la gravedad; y Sala Dr. Ignacio Pirovano: Episodios del Arte Moderno.

La exposición La Menesunda según Marta Minujín se podrá visitar en Avenida San Juan 350, de martes a viernes de 11 a 19 hs. Sábados, domingos y feriados de 11 a 20 hs. Entrada general: $20. Martes gratis. Nota a tener en cuenta: la sala tendrá una capacidad limitada, por lo tanto el ingreso será por orden de llegada. Los niños y menores de 16 años deberán ingresar acompañados por un adulto (hasta un niño por adulto). La sala no cuenta con acceso para personas con movilidad reducida y se solicita el acceso con calzado sin tacos.

4.jpg

La Menesunda

A mediados de mayo de 1965, cientos de porteños se agolpaban en la calle Florida haciendo cola a la intemperie durante horas, bloqueando las entradas de las boutiques y provocando miradas y cuchicheos entre los transeúntes. Aguardaban, pacientes, para ingresar de a uno por vez a La Menesunda, la mítica obra que Marta Minujín y Rubén Santantonín construyeron dentro del Instituto Torcuato Di Tella. Bajo la premisa "Más acá de dioses e ideas / sentimientos / mandatos y deseos", [1] el enrevesado laberinto confrontaba, incomodaba, sorprendía y zarandeaba a todo aquel que osara traspasar su umbral. Sacudiendo al espectador de su habitual pasividad y sumergiéndolo en un agitado revoltijo, la obra confundía la cotidianeidad doméstica con el bullicio de las calles del centro y el más reciente de los lenguajes de la vanguardia, todo en una misma sala. Uno tras otro, los visitantes eran impulsados a través de estrechos pasillos que los conducían de un insólito ambiente a otro, en medio de una sucesión de estímulos multisensoriales, estéticos y éticos ideados para impactar sus sentidos y su sensibilidad, incluso la de los más escépticos, desconfiados y temerosos. La Menesunda, dijeron sus creadores, no era obra ni happening, tampoco espectáculo. Entre rito folclórico porteño y espectáculo mediático, La Menesunda, con su desfachatez, espíritu revulsivo e histrionismo, era pura experiencia y provocación. Un proyecto de una magnitud descomunal que se convertiría en el escándalo del año, pero también en uno de los grandes hitos de la historia del arte argentino.

El gran despliegue que organizaron Minujín y Santantonín, junto con los artistas Floreal Amor, David Lamelas, Leopoldo Maler, Rodolfo Prayón y Pablo Suárez, sólo fue posible como parte de la culminación del proceso de modernización del arte y la cultura que, iniciado diez años antes, hacia 1965 parecía estar consolidado. El derrocamiento del peronismo en 1955 había instalado la convicción de que se estaba saliendo de años de aislamiento cultural y que se presentaba la gran oportunidad para que el arte se renovara y se pusiera a tono con el resto del mundo. Hacia mediados de los años cincuenta, apareció la noción de "arte nuevo" y se planteó con urgencia la necesidad de fundar estilos locales de alcance internacional, pero que, bajo ningún punto de vista, emularan las tendencias foráneas. Se trató de un corte radical con las estéticas del pasado. Desde finales de la década anterior, con el raudo ascenso de la pintura informalista, gestual y matérica, que buscaba despegarse de la tradición pictórica local, los artistas comenzaron a asumir una nueva actitud rupturista, con Kenneth Kemble (1923-1998) y Alberto Greco (1931-1965) a la cabeza, decididos a abandonar los antiguos cánones, sus formatos y materiales, para explorar nuevos caminos que acompañarían los virulentos quiebres con los lenguajes tradicionales del arte. Se investigaron los materiales más insólitos: brea, arena, trapos, chapas, cartones, una miscelánea de objetos de la cultura de masas y desperdicios que se adherían a los lienzos. La conmoción estética no sólo alteró los métodos de producción y los materiales, sino que también se elaboraron nuevas estrategias para la circulación y legitimación de las producciones contemporáneas. Se conformó un incipiente marco institucional que impulsó políticas culturales que se retroalimentaban del nuevo desarrollo económico. Se fundaron el Museo de Arte Moderno (1956) y el Fondo Nacional de las Artes (1958), a la vez que el Museo Nacional de Bellas Artes reabrió sus puertas en 1956. Finalmente, en 1960, inició sus actividades el catalizador por excelencia de los movimientos de vanguardia de la cultura argentina: el Instituto Torcuato Di Tella. El Centro de Artes Visuales del Instituto se lanzó en 1963, bajo la potestad del calvo e ilustrado Jorge Romero Brest, un influyente crítico de arte, fundador de la revista Ver y Estimar y Director del Museo Nacional de Bellas Artes entre 1955 y 1963. Su espíritu de progreso, insuflado por la voluntad de modernización e internacionalización que rigió el país durante el período desarrollista, permitió fomentar la experimentación en el arte, inyectarle recursos y promoverla mediáticamente de una manera hasta entonces inusitada en el ámbito argentino. En 1964, las palabras del pope del arte dan clara cuenta de esta operación: "Los jóvenes no sólo rompen moldes, tarea que hicieron ya los de las generaciones anteriores, sino que adoptan actitudes más libres, y esto se logra únicamente actuando en campo total. La diferencia podrá ser excesivamente sutil [...] pero existe: es base de nuestro optimismo, nutrido además por el juicio coincidente de todos los críticos extranjeros que nos han visitado en los últimos años..."[2].

Promediando la década del sesenta, muchos de los artistas que se nuclearon en torno al Di Tella habían realizado ya sus respectivos viajes transatlánticos de exploración y autodescubrimiento, con París como principal destino, luego reemplazada por Nueva York, nuevo centro neurálgico del arte moderno. Estos jóvenes exultantes y cargados de ideas volvían a Buenos Aires para desplegar y complejizar las experiencias vividas y las lecciones aprendidas en el exterior. El Di Tella les ofreció el espacio y la contención que necesitaban para tender sus redes y hacer avanzar el arte argentino hacia una nueva era. Durante algunos años, vanguardia e institución caminaron felices de la mano, y el Instituto logró condensar en su programación gran parte del afán de ruptura que reinaba entre los artistas. Se trató de un matrimonio que generó múltiples beneficios para ambas partes, pero que comenzó a resquebrajarse hacia fines de la década debido a las previsibles tensiones entre los artistas y la institución, que se fueron generando a partir de las divergencias de intereses y la distancia ideológica entre unos y otros. El Instituto finalmente mostró su hilacha conservadora ante el avance de la politización y radicalización de los artistas, que opusieron una fuerte resistencia a los intentos institucionales de edulcorar sus producciones y hacerlas aptas al ambiente institucional. Lo hicieron a través de diversas acciones, muchas de las cuales afloraron en torno al Premio Ver y Estimar, presentado en el Museo de Arte Moderno; a la exposición Experiencias 68, en el Di Tella; y al Premio Braque, auspiciado por la Embajada de Francia y presentado en el Museo Nacional de Bellas Artes.[3]

Sin embargo, durante los años de dicha institucional, los artistas explotaron la oportunidad y dieron rienda suelta a sus investigaciones en torno a una serie de estrategias que buscaron quebrar los límites de las categorías artísticas de rutina. Las aventuras del Pop, el happening, las ambientaciones, la desmaterialización de los objetos y los cruces disciplinarios se convirtieron en moneda corriente entre aquellos que circulaban por los alrededores de "La Manzana Loca", mote cariñoso con el que se conocía la zona del Di Tella. Estas prácticas también fueron vehículo para una preocupación creciente por la contemporaneidad, por la rápida transformación del tiempo presente y la horda de dilemas culturales, políticos, económicos y sociales que ésta acarreaba. En este contexto de prueba y error, el problema del arte como experiencia y su potencial crítico se fue presentando cada vez con mayor vigor hasta que, a mediados de 1964, para indignación de la prensa y de los detractores de la vanguardia, el Instituto Di Tella otorgó su Premio Nacional a Minujín por sus obras ¡Revuélquese y Viva!, un habitáculo de colchones multicolor que invitaba al visitante a desatar su hedonismo y, literalmente, a revolcarse en la suavidad de la pieza, y Eróticos en Technicolor (1964). Asimismo, otorgaron una mención especial a Emilio Renart por Integralismo. Bio-Cosmos N°3 (1964), una instalación recorrible compuesta por esculturas y pinturas de diversos materiales que representaban inmensas y titilantes vaginas. El Premio no sólo legitimó y abrazó las prácticas de estos jóvenes artistas, sino que institucionalizó una serie de problemáticas vinculadas a la intimidad, la sexualidad y el compromiso forzoso del cuerpo del espectador con la obra, empujando los límites de la moral y la decencia de la época, a lo que se sumó una explícita y estridente voluntad escandalizadora. Este es el año en que la palabra happening comenzó a aparecer en los medios masivos y el Di Tella se convirtió en objeto de polémica y discusión en los medios.

En la década del sesenta se abrió en el arte un espacio para la transgresión, para quebrar las barreras de aquello sobre lo que durante mucho tiempo no se había podido hablar, de aquello sobre lo cual apenas se había podido pensar, un portal a una nueva dimensión. Así surgen las preocupaciones políticas y sociales que atormentaban a la sociedad argentina en obras como Introducción a la esperanza (1963), de Luis Felipe Noé, que hizo estallar los límites de la pintura con la pura fuerza de la historia argentina, y los Vivo-Dito (1962-1965) del agitador de agitadores, Alberto Greco: acciones mediante las cuales el artista señalaba todo tipo de personajes encerrándolos en un círculo de tiza para luego firmarlos, como si fueran una escultura o una pintura, desacralizando el objeto artístico y utilizando el cuerpo ajeno como único soporte. Aparecen el azar y el humor en la obra de Federico Manuel Peralta Ramos, que en 1964 presenta en la Galería Witcomb unas pinturas tan inmensas que no se pudieron colgar y cuya gran cantidad de materia comenzó a deslizarse por el lienzo hasta llegar al piso de la galería, que se cubrió de pintura, rompiendo así con el rictus de la tradición artística. Peralta Ramos llegó incluso a serruchar una pintura que no pasaba por la puerta.

Tras un largo período de estricta tutela militar, inaugurado en 1955 por la Revolución Libertadora y extendido a los gobiernos de los radicales Arturo Frondizi y José María Guido, la frágil institucionalidad política que a duras penas había logrado establecer el Dr. Illia generó, entre 1963 y 1966, una sensación de posibilidad que resultaba imperativo aprovechar. Sin embargo, el próximo golpe militar estaba a la vuelta de la esquina, y los grupos militares y económicos más poderosos del país respiraban en la nuca del doctor. La Guerra Fría sacudía al mundo entero, y la famosa "doctrina de seguridad nacional", impulsada por Estados Unidos, infestaba a toda América Latina. Es el fin de la era de Kennedy, y el inicio del recrudecimiento de la lucha militarizada contra el comunismo y cualquier tipo de subversión que se atreviera a manifestarse contra los valores esenciales: los occidentales y cristianos. Es la guerra de Vietnam, la ocupación de la República Dominicana y la invasión de Bahía de Cochinos, es la guerrilla, la contra-cultura, el hippismo y la lucha por los derechos humanos. Para la Argentina, el período inaugurado por la Revolución Libertadora fue turbulento, políticamente convulsionado y económicamente inestable, interrumpido solamente por breves respiros de bonanza económica y alivio pseudo-democrático. Los artistas no permanecieron indiferentes.

El mismo año en que, al interior del paréntesis de aire fresco que era el Instituto, Renart y Minujín fueron galardonados por los ilustres jurados del Premio Nacional Di Tella ─Romero Brest, Pierre Restany y Clement Greenberg─, también Julio Le Parc recibió una mención especial en la sección internacional del certamen. La obra Inestabilidad. Proposición arquitectural estaba compuesta por una serie de placas de aluminio curvas que, conectadas a un motor que provocaba su movimiento, permitía el paso intermitente de luces rasantes emitidas desde uno de los lados de la estructura. La pieza, en línea con las investigaciones del GRAV (Groupe de Recherche d'Art Visuel), del cual Le Parc formaba parte en París, se proponía como un lugar para la activación del visitante, abriéndose a los matices de su percepción y reclamando su cuota de participación.

Para fines de 1964, hacía tiempo que una serie de proyectos estructurados en torno a estos planteos que esperaban ser realizados zumbaban como abejas en los oídos de Romero. Entre ellos, deambulaba por el Instituto un proyecto en forma de maqueta, producto de reuniones que por esos días mantenían Santantonín y Minujín con Renart, Kemble y Pablo Suárez, el germen de lo que poco después se convertiría en La Menesund a. [4] Desde 1963 circulaba también en las oficinas del Di Tella el proyecto Arte-cosa rodante de Santantonín. Una iniciativa que buscaba materializar sus ideas sobre el rol del espectador/participante/mirón ─como Santantonín definió al no-contemplador de su trabajo [5] ─ en la obra de arte. De acuerdo con sus escritos, se trataba de una "especie de informe de superficie rojiza y seca extendido sobre una tarima arrastrada por un jeep (...) que se pasearía por la ciudad atrayendo por su semejanza con los monstruos populares de Bolivia, México o Perú. Una vez estacionado en una plaza se apelaría al público, invitando a la gente a penetrar en su interior. Una vez adentro, el espectador dejaría de serlo para participar directamente en este mundo mágico y distinto del cual él mismo crearía buena parte. Entraría en el vientre de una inmensa forma donde se encontraría moviendo y componiendo formas". [6] Arte-cosa rodante constituía el extremo mismo de "la cosa", concepto acuñado en 1961 por Santantonín para nombrar a sus obras y que le ganó un lugar junto a Luis Wells en el panteón de "los malditos de Argentina" de Kenneth Kemble, [7] que los consideraba artistas incomprendidos por su innovación y que, anticipándose al futuro, se arriesgaban a ser ignorados.

Las claras manifestaciones de los artistas acerca de su contemporaneidad, en las que cuestionaban los términos de la participación del espectador en los procesos de creación y exposición de las obras, los límites cada vez más lábiles del lenguaje estético y su posibilidad de disrupción parecen haber inspirado a Romero Brest, también a instancias del acoso que le propiciaron los artistas y muy especialmente la infatigable Minujín, para finalmente comisionar la realización de un audaz proyecto. Así es que, a fines de 1964, se dio inicio al titánico proyecto de La Menesunda, liderado por Minujín y Santantonín, quienes con la complicidad de Floreal Amor, Lamelas, Suárez, Prayón y Maler y un maestro mayor de obras cuyo nombre ha sido olvidado, se embarcaron en la creación de un laberinto de compartimentos contenedores de situaciones cuyo propósito era -según reza el folleto de la exhibición- "intensificar el existir".

Esta obra con sus once ambientaciones, laberíntica y confusa, como su nombre en lunfardo lo indica, producía un entramado visual y sensorial anclado en la vida moderna de la ciudad, una vida que para 1965 tenía en Buenos Aires una corta pero intensa existencia, con sus ritos colectivos, culturales y folclóricos, con itinerarios y preocupaciones establecidos, reconocibles a lo largo del recorrido. Tras una larga espera en la calle Florida y luego, entre las pinturas del moderno pintor Jean Dubuffet, la expectante audiencia ingresaba finalmente a la exposición de la que todos los medios hablaban. La prensa retrataba la escena con minucia: "Llegamos al Instituto Torcuato Di Tella (Florida 936) y nos encontramos con una larga fila de gente esperando entrar en La Menesunda. Hombres y mujeres. Escépticos unos. Sonrientes otros. Observaban ansiosos los rostros de los que salían. Querían saber de qué se trataba. Qué era lo que iban a ver. Qué les iba a pasar allí adentro…" [8] .

El primer paso consistía en atravesar un portal de acrílico rosa, a través de una alargada figura humana, donde un guardia recibía a los visitantes y los instruía acerca del uso de la obra. En el mismo tono, un cartelito indicaba que el visitante debía primero subir una empinada y precaria escalera que impedía el paso hacia un túnel de neones que emulaba las luces y el frenesí de las calles del centro. El visitante debía aventurarse escaleras arriba para encontrarse con el primero de los ambientes: una especie de cubierta de barco equipada con siete televisores, de los cuales dos reproducían la imagen del visitante en circuito cerrado y los cinco restantes emitían imágenes de programas de televisión abierta, desde el noticiero hasta el Club del Clan. Este pequeño espacio resumía la naturaleza del resto del recorrido. La presencia de los aparatos de T.V., incipientes miembros de la gran familia argentina, y la posibilidad para muchos de ver aparecer su imagen por primera vez en una pantalla plantean una serie de cuestiones que aparecerán, a partir de aquí, en forma recurrente: el avance desaforado y el uso doméstico de la tecnología y de los medios de comunicación, la invasión del cuerpo y la privacidad del espectador y la absoluta inmersión en una estructura tan precaria como espectacular que impide que el espectador la evada o, lo que en este caso es igual, se evada a sí mismo. La Menesunda era, decididamente, una provocación; su objetivo, sacar a la gente del estupor de la vida cotidiana y obligarla a enfrentarse a esa cotidianeidad representada por objetos en extremo familiares, para abrir nuevas lecturas en oposición. ¿Será la televisión un nuevo y mejorado entretenimiento o un medio masivo de distracción y disputas de poder?

5.jpg

Luego de verse impactado por su propia imagen en una pantalla, el visitante debía optar por bajar hacia un túnel de neón que emulaba las luces de la Avenida Corrientes, o bien continuar rumbo al siguiente espacio, donde nuevamente se veía impactado por una imagen, esta vez la de una pareja que reposaba en paños menores en una cama. [9] Los actores ─una pareja que tras la larga estadía en la obra terminó por separarse y otra que apenas se conocía─[10] pasaban el día fumando, tejiendo y escuchando a Los Beatles, mientras la gente circulaba por el costado de la cama, algunos increpándolos con preguntas, con miradas de desaprobación, y otros esbozando sonrisitas cómplices de asentimiento y aceptación. La desnudez y un lecho matrimonial expuestos a la luz del día: una afrenta a la moral, un cruce descarado de lo privado hacia lo público; en pocas palabras, un escándalo supino, o bien un golpe de liberación propinado por una juventud sofocada a una sociedad pacata que entronizaba la virtud cristiana. Esta imagen se reprodujo en varios medios y se convirtió en ícono de la obra y sinónimo de provocación. Sólo esto era suficiente para amedrentar a los visitantes, que tras golpearse la frente con el vano de la pequeña puerta de salida, debía continuar su camino a través de otra estrecha escalera hacia lo que luego sabría era el interior de una enorme cabeza de mujer, cuyo exterior había sido pintado por Pablo Suárez, [11] y su interior, revestido con productos de belleza. Allí, una maquilladora profesional y una masajista ofrecían, solícitas, sus servicios a quien quisiera recibirlos. En un artículo, Minujín y Santantonín explicaban: "Con eso quisimos significar que el espectador se halla dentro del cerebro de una mujer de nuestra generación…" [12] , a lo cual la prensa respondió con quejas y polémicas, alegando que era un agravio a las mujeres cuyos intereses no se centraban exclusivamente en el maquillaje y los tratamientos de belleza, sin admitirlo como una posible reflexión acerca del cambiante rol de la mujer y sus nuevas obligaciones y posibilidades en una sociedad en plena transformación.

El paso siguiente consistía en el dificultoso ingreso a un canasto de hierro giratorio recubierto por tiras de plástico de colores, que daba paso a otros dos espacios. El primero, un angosto pasillo de paredes recubiertas por enormes "intestinos" de polietileno, tenía un techo que se hacía más bajo a medida que el espectador avanzaba, hasta desembocar en un orificio, probablemente anal, por el cual podía asomarse y contemplar una serie de apacibles escenas de paisajes tomadas de películas del sueco Ingmar Bergman, figura con gran influencia sobre el nuevo cine argentino que atacaba la tradicional cinematografía de comedias burguesas y aventuras gauchescas.

La trama de referencias cultas y populares que se revela aquí da cuenta de la complejidad de una obra atenta a su entorno y sus transformaciones, así como de las posibilidades de vinculaciones que desbordan todos los ámbitos de la cultura y se encuentran reunidas y desjerarquizadas en un solo ambiente. El juego de oposiciones entre la sofisticación y densidad bergmanianas y la cultura de masas de la televisión argentina o sus productos de belleza tensiona de manera crítica la bases de la construcción de la contemporaneidad en la ciudad de Buenos Aires, donde convivían en constante negociación el Club del Clan y Los Gatos, Rodolfo Walsh y Palito Ortega, Rodolfo Kuhn y Carlitos Balá, Los Beatles y el folclore nacional. Estos matices, sin embargo, se disiparon en el barullo de las acusaciones e insultos propiciados por la prensa; claro que semejante barullo era de esperarse con la irrupción de una propuesta de estas características en un foro público, plagado de innumerables contradicciones internas, que enfrentaba a una sociedad en plena modernización cultural con el avance de los militares y la imposición de sus valores anquilosados.

Tras el breve lapsus fílmico, el visitante debía retornar al canasto e ingresar a lo que los autores llamaron "La Ciénaga", un pasillo mullido, tanto que se entorpecía el avance, porque las paredes desprendían pedacitos de goma espuma que iban cubriendo poco a poco el piso. A continuación, se ingresaba a una pequeña y oscura habitación invadida por olor a dentista, potencialmente provocadora de ataques de claustrofobia, coronada por un inmenso dial de teléfono y una única instrucción: apriete el botón para abrir la puerta.[13] Un breve tránsito por una heladera con temperaturas bajo cero conducía a un pasillo ocupado por diversas formas y texturas, suaves y ásperas, placenteras e irritantes, que los transeúntes no tenían manera de evitar. Finalmente se llegaba a una habitación octogonal con paredes de espejos y olor a fritura, ese olor que en Buenos Aires se encuentra en la Avenida Corrientes entre la pizza de "Güerrin" y las milanesas del "Palacio de la papa frita", en cuyo centro se ubicaba una cabina de acrílico transparente, desde la cual se activaban luces negras y ventiladores que provocaban un torbellino de papel picado que acompañaría a los visitantes durante todo el trayecto de vuelta a su hogar. Se trata del golpe final: un caos de papel picado volando por el aire, luces negras de boite bailable al mejor estilo Mau Mau,[14] paredes de espejos cual laberinto de parque de diversiones o casa del horror. Para algunos, suficiente material para varias sesiones de psicoanálisis. En esta habitación octogonal, la mirada no tenía adónde escapar, el reflejo la seguía a todas partes: era la confrontación final con la vanguardia, con la brutal transformación del arte y con el propio ego. No hay dudas de que, de ahí en adelante, ya no hubo vuelta atrás.

Además de las problemáticas inherentes a los lenguajes de la vanguardia, la participación del público, su experiencia, la cultura de masas y la colaboración como metodología de trabajo, este proyecto planteaba una dinámica que había sido inaugurada antes en iniciativas tales como la exposición de Arte Destructivo (1961), en la cual un grupo de artistas liderado por Kemble exhibió una serie de objetos encontrados y un audio realizado especialmente para la ocasión, o el famoso cartel ¿Por qué son tan geniales? que Edgardo Giménez, Charlie Squirru y Dalila Puzzovio realizaron junto a una agencia de publicidad e instalaron durante meses en la esquina de Florida y Viamonte, o las obras de la exultante dupla Delia Cancela y Pablo Mesejean, una sociedad pop que duró más de veinte años. La Menesunda no sólo abrazó la colaboración como práctica contemporánea, sino que esta producción desmesurada no habría sido posible sin ella. No solamente por su gran tamaño ─el recorrido ocupaba toda la sala del Instituto─, sino por la gran complejidad constructiva y de planificación que este proyecto demandó, lo que lo convirtió en una empresa colosal que puso a prueba la voluntad, la paciencia y el compromiso de todos los participantes. Tanto fervor y entusiasmo había en este equipo que hubo incluso quienes perdieron sus trabajos en pos de La Menesunda. Lo que este tipo de asociación implicaba no era casual. No se trató sólo de una práctica diferenciada y una estrategia de visibilización y representación de la figura del artista, que se contraponía a las ansias subjetivas de reconocimiento encarnadas en artistas como Minujín y Greco, sino que expresa una clara postura que permite comenzar a releer la noción de autoría, anticipando los debates que estallarían en torno a este tema hacia finales de la década con las discusiones y escritos de Roland Barthes y Michel Foucault.[15] La figura del autor comienza a perder sus contornos definidos, así como la obra de arte se escapa por los bordes de los marcos para convertirse en objeto y finalmente deshacerse en el aire.

La Menesunda es, desde su más incipiente germen, la suma de infinitas partes. Es la suma de Minujín y Santantonín, y de tantos otros cuyas influencias se filtraron por la grietas de las improvisadas paredes del laberinto. Por allí aparecen el Bio-cosmos n°1 (1962) de Renart, la Primera Exposición de ArteVivo-Dito (1962) de Greco, Microsucesos (1965) de la compañía La Siempreviva, el espíritu libre de Federico Manuel Peralta Ramos, las Anthropométries de Yves Klein y los happenings de Allan Kaprow, Robert Whitman o Jim Dine, entre otros. Se trató de la confluencia de dos artistas que, por separado, revolucionaron el arte argentino, agitadores, cada uno a su manera, de la vanguardia artística, a través de su pensamiento crítico y su acción rotunda. Juntos forzaron la trama institucional del arte argentino de los años sesenta, para hacer entrar en ella una gigantesca y absurda obra, que tensionaría hasta el extremo las posibilidades de la vanguardia antes del estallido final del 68.

Minujín y Santantonín, Marta y Rubén, el día y la noche, el agua y el aceite. La joven Marta (Buenos Aires, 1941), efervescente y llena de entusiasmo, fascinada por el futuro y todo lo que éste tiene para ofrecerle, siempre ansiosa por conocer el mundo y que el mundo la conozca a ella; Rubén (Villa Ballester, 1919-1969), "pintor-cosista", [16] austero, sobrio, reflexivo y circunspecto, siempre preocupado por los males que aquejaban al hombre contemporáneo. Sus caminos ya se habían cruzado en ocasiones anteriores en exhibiciones organizadas en la Galería Lirolay (1962), en el Museo de Arte Moderno (1962) y en el Di Tella (1964). En el folleto de la exhibición El hombre antes del hombre (1962), una muestra colectiva que exploraba la creciente producción de los jóvenes artistas de la ciudad, promovida por la Galería Florida y auspiciada por el Museo de Arte Moderno, su director y fundador Rafael Squirru,[17] relataba que fue una conversación con ellos sobre la situación derrotista e indiferente del "ambiente" artístico contemporáneo en el país lo que lo inspiró para organizar ese proyecto. Se trata, sin embargo, de dos artistas de generaciones distintas y temperamentos opuestos, pero que, en un momento dado de la historia, recorrieron caminos paralelos y simultáneos, que se iniciaron en la pintura informalista, oscura y existencial, de materiales precarios, para disolverse en los itinerarios de la obra de arte total y la experiencia de inmersión, transitando en distintos momentos y circunstancias por la senda de la destrucción de su propio trabajo. [18]

A comienzos de los años sesenta, Marta comenzaba a incorporar nuevos materiales a su ya tradicional pintura informalista. Incorporó cajas de cartón, las pintó de negro y en ocasiones hasta se metió dentro de ellas: es el comienzo de un largo camino. Poco después, en París, recolectaba colchones viejos y sucios, muchos de ellos provenientes de hospitales, con los cuales construía pequeños habitáculos, que sorprendentemente también indagaban en la posibilidad de habitar la obra. En 1963, Minujín ya estaba dejando atrás parte de su vinculación con el Nouveau Réalisme al quemar todas sus pinturas y colchones en una gran pira en el contexto de su acción conocida comoLa destrucción (1963). En una memoria escrita poco tiempo después, Minujín relata la acción en el Impasse Ronsin: "Sentía y afirmaba que el arte era algo mucho más importante para el ser humano que esa eternidad a la que sólo los cultos accedían, enmarcada en Museos y galerías; para mí era una forma de intensificar la vida, de impactar al contemplador, sacudiéndolo, sacándolo de su inercia, ¿para qué, entonces, iba a guardar mi obra?...". [19] De esta manera la artista se lanzó hacia la construcción de ambientes con sus colchones ahora multicolores y cosidos a mano, como La chambre d'amour (1963-1964), realizada junto a Mark Brusse: una estructura de madera recubierta de colchones, un ambiente habitable, lúdico, con guiños eróticos. De vuelta en Buenos Aires, la artista elaboró sus experiencias y realizó las obras con las que gana el ya citado Premio Di Tella. En octubre de 1964, Minujín realizó su primer happening en Buenos Aires, en el programa de televisión La campana de cristal, de Canal 7, que involucró decenas de gallinas, globos, untuosos atletas sólo cubiertos por slips, un pony que en vez de montura llevaba baldes de pintura, y a una provocativa Minujín bailando una desaforada danza Sioux.

La carrera artística de Santantonín fue veloz, tan veloz como potente y atípica. Nacido en 1919, recién en 1943, según acuerdan varias biografías de la época, se inició en la pintura de manera autodidacta, a instancia de las recomendaciones de Carlos Ripamonte, vecino de Villa Ballester. Realizó su primera exhibición individual en 1958: una serie de pinturas abstractas que rápidamente se convirtieron en informalistas y que igual de rápido se transformaron en cosas: bultos informes de telas enyesadas y materiales de descarte, papeles, cartones y tientos de cuero, que pendían del techo con alambres o hilos. Las cosas hicieron su primera aparición en público en 1961, en la exhibición Collages y Cosas que Santantonín realizó junto con Luis Wells en la Galería Lirolay. Allí también presentó el texto/manifiesto que tituló Hoy a mis mirones, [20] donde declara: "Creo que hago cosas. Intuyo que comienzo a descubrir una forma de hacer que me coloca frente a la encrucijada existencial con una más intensa vibración que si reduzco mi ser, con su dilatada ansiedad, al canon de la pintura". En 1964, las ideas del artista acerca de su propia producción y acerca del arte parecen consolidadas. En el folleto que acompañó su exhibición Cosas de 1964, explica: "La COSA como preocupación artística del problema es el acontecer del objeto. ACONTECE gracias a esa vida que le prestamos al concebirlo como COSA. Pues en tanto le quitemos la adhesión que ese préstamo implica, volverá a ser objeto irremediablemente. Entiendo a la COSA como la prevalencia de lo humano sobre los objetos, la poesía vital del objeto". [21] La cosa, lo puramente indeterminado, actúa como punto de partida, como lugar para la investigación de lo que está por ser; es también el comienzo del desplazamiento del espectador de la contemplación hacia la inmersión, el quiebre del hermetismo de la obra de arte como objeto.

Las inflexiones en las palabras de ambos artistas se hacen eco unas de otras. Desde el momento en que la pintura informalista ha quedado atrás se abren nuevos caminos para nuevas experiencias, más revulsivas y más comprometidas con su entorno y con el tiempo presente. La Menesunda resume la potencia de ambos: las acciones que Minujín realiza consistente y persistentemente desde que hace su primera aparición en escena, su praxis siempre arriesgada y cuestionadora, y la muy profunda reflexión de Santantonín en torno a su propia práctica, existencial pero de cara al futuro, arraigada en el estudio y trabajo minucioso con los materiales y las formas, y cómo estos se desenvuelven en el mundo y afectan al espectador.

6.jpg

La Menesunda es la materialización de las preocupaciones y los interrogantes de ambos artistas sobre las posibilidades del lenguaje artístico y su capacidad de afectar y transformar al espectador, íntimamente relacionada con su tiempo y su contexto. Un tiempo de transformación cultural, efervescencia artística y tensión política que la tiñen por completo. Todos estos elementos se catalizaron a través de un conjunto de elementos, en algunos casos precarios y cotidianos ―bolsas de polietileno rellenas de aserrín, papel picado y goma espuma―, en otros, tan sofisticados como un circuito de televisión cerrado, organizados a partir de una endeble lógica basada en las fantasías del grupo, una secuencia desconcertante que sometía al visitante a pasar de un estado a su opuesto subiendo o bajando unos pocos escalones, atravesando un túnel de neón o un pasillo de "intestinos" con la total convicción de estar, si no transformando, al menos torciendo el paradigma moderno del arte y abriendo las puertas de la contemporaneidad.

Si a comienzos de los años sesenta la vanguardia comenzaba a incorporar elementos hasta el momento foráneos a una obra de arte, entrelazándose de manera íntima con la cultura popular, hacia mediados de la década este proceso parece consolidado. Ya no sólo se incorporaron objetos a la pintura, o se utilizaron de manera compositiva dentro de la pintura, la escultura o las exposiciones mismas, sino que se comenzó a reproducir el tiempo y el espacio real dentro del ámbito expositivo. Se estrecharon al extremo los vínculos con la realidad, que se reprodujo sin mediación alguna o que fue simplemente apropiada. Las escurridizas imágenes de la televisión, el cine y la publicidad se infiltraban en la cultura, impulsadas por una juventud con ansias de futuro, que ahora confiaba plenamente en lo nuevo y sospechaba de todo lo que oliera a viejo. La cultura de masas se convirtió en fuente inagotable de material para los artistas pop, que encontraron inspiración en las páginas de las revistas y las tapas de los discos de las estrellas norteamericanas. Se exaltaron los valores de los objetos de consumo, los materiales vulgares y los colores brillantes, la simulación y lo artificial, que le disputaban el lugar al buen gusto tradicional, y el hedonismo juvenil como estrategia de disrupción del orden establecido. El Pop, con el tono festivo que lo caracterizó, apareció también como un arte reflexivo y crítico desde donde hacer patentes las mediaciones de los lenguajes y las estructuras sociales en la relación del hombre con el mundo y, a la vez, un catalizador del cambio histórico en el gusto estético.[22] El espíritu juguetón, sus héroes, sus ídolos, sus deseos y fantasías aparecen en el manifiesto que Delia Cancela y Pablo Mesejean escriben en 1966:

"Nosotros amamos los días de sol, las plantas, los Rolling Stones, las medias blancas, rosas, plateadas, a Sony and Cher, a Rita Tushingam y a Bob Dylan. Las pieles, Saint Laurent y el young savage look, las canciones de moda, el campo, el celeste y el rosa, las camisas a rayas, que nos saquen fotos, los pelos, Alicia en el país de las maravillas, los cuerpos tostados, las gorras color, las caras blancas y los finales felices, el mar, bailar, las revistas, el cine, la cebellina. Ringo y Antoine, las nubes, el negro, las ropas brillantes, las baby-girls, las girls-girls, los boys-girls, las girls-boys, los boys-boys."

La Menesunda asumió este problema como propio y reprodujo distintos aspectos de la realidad, como una arqueología de su propia contemporaneidad. Recogió elementos de la ciudad, pero sobre todo de la intimidad de los hogares de clase media, sus ritos y artilugios, fundiendo a los participantes con su entorno al introducirlos al interior de una serie de electrodomésticos, como el televisor, el teléfono, la heladera. Ya no se trataba de incorporar los desechos del consumo a las obras, sino de transformar los objetos de uso doméstico en experiencia estética, exponiendo así los mecanismos que operaban en la sociedad de consumo de los sesenta, la banalidad, las estrategias del marketing y la manipulación de los consumidores. Indudablemente es irónico que este despliegue sucediera a costas de SIAM Di Tella, una de las empresas industriales más grandes del país. La Menesunda, por su masividad única y su cualidad autodestructiva (para el final de la exposición la obra estaba prácticamente destruida), logró escapar a la objetualización y, al mismo tiempo, a cualquier atadura al pasado o a la tradición que pudiera restringirla, distinguiéndose así de su prehistoria, caracterizada por la veneración de los objetos artísticos únicos. Se trató de una obra de arte total, que interpeló todos los sentidos del participante y también su sentido moral, y que apeló de manera tenaz a su voluntad de romper los antiguos límites.

Tanto Minujín como Santantonín elaboraron, con su característica vehemencia, reflexiones sobre el arte y la posibilidad de transformación del espectador a través de la experiencia de una obra, sobre sus prácticas individuales y sobre La Menesunda. Minujín escribió: "[…] Menesunda estimula la espontaneidad, la imaginación; la creatividad no admite frenos ni razones. Menesunda no está para ser contemplada sino vivida; su significación se encuentra en la persona que la incursiona". [23] En la misma tónica se encuentran las palabras de Santontonín: "[…] Queremos que el hombre sienta la vejez de su anterior actitud ante la cosa artística, que se sienta complicado, comprometido, con su propia imagen mezclada a lo que siente, ve e intenta hacer. / Provocar en el participante una sensación inédita, tan inédita que él mismo tenga que crearle un nombre". [24]

En la conferencia que Romero Brest dictó en ocasión de la exhibición, además de referirse a las falencias y desaciertos del resultado final, aludió nuevamente a la noción de experiencia: "yo creo que los artistas de nuestro tiempo están intentando ampliar el campo de la experiencia, una experiencia que no termina, una experiencia, por lo tanto, que no tiene límite...".[25] El participante se veía compelido a unirse a la obra de arte, se fundía con ella para activarla y para ser activado, para conocer y conocerse a sí mismo en el proceso, a través de sus propias actitudes, gestos y reflexiones.

Pero La Menesunda también indicaba el camino. Instruía, confrontaba y examinaba comportamientos, investigaba conductas y contraconductas que oscilaban entre el ejercicio de la libertad y la creatividad y el itinerario normativo de un laberinto-laboratorio. Asimismo, la obra trazaba patrones de orden y conducta, materializados en una serie de instrucciones de uso comunicadas a través de carteles y guardias de seguridad, instrucciones que en cierta medida limitaban la posibilidad de libre participación del visitante. Se trataba de un itinerario previamente diseñado, que desencadenó múltiples reacciones y contrapuso la feliz idea de la participación con una avalancha de estímulos que iban desde el roce de suaves texturas a la hostilidad de un ambiente a temperaturas bajo cero, de la grata sorpresa de verse reflejado en una pantalla de televisión al encierro en una pequeña y oscura "cabina telefónica". El juego de oposiciones generó actitudes igualmente opuestas, que se acumulaban una tras otra a lo largo del recorrido, conformando una experiencia intensa y cargada de emociones. La Menesunda puso a prueba al espectador y su capacidad para incorporarse a la corriente que la obra proponía y para subsistir en medio de la vorágine de imágenes y estímulos que se le presentaban, ejerciendo su propia subjetividad al decidir los caminos a tomar y la actitud a asumir frente a cada situación.

En el contexto de un golpe de estado al acecho y un mundo penetrado por la Guerra Fría, las protestas, la guerrilla y la defensa de los derechos humanos, la idea de participación en cualquier caso excede los términos de la experiencia y resulta mucho más compleja que el entramado de estímulos sensoriales y espectáculo sobre el cual la prensa y la historia construyeron el mito de La Menesunda. La experiencia y la participación desbordaron la obra, y desbordaron también las ideas de los artistas. Y así, sin que nadie se diera cuenta, se convirtieron en experimento sociológico que observaba los comportamientos humanos en un contexto determinado, el de un laberinto devenido obra de arte vanguardista, en la Buenos Aires de mayo de 1965. Pocos años después, Minujín maduraría y profundizaría estas ideas, lejos del caos de sus happenings con gallinas y motociclistas (Suceso Plástico, Montevideo, 1965), al sondear en las conductas humanas y sus usos sociales en obras posteriores como Minucode (1967), una "ambientación social" en formato de video-instalación, que resultó de una convocatoria a grupos sociales de diversos campos profesionales: empresarios, políticos, modelos y artistas, quienes interactuaban en el marco de un mismo espacio considerado neutral. La manipulación y acoso mediáticos reaparecieron en Simultaneidad en Simultaneidad (1966), llevada a cabo en el Di Tella, donde sesenta personas famosas, seleccionadas a partir de una especie de ranking mediático, fueron grabadas, filmadas y fotografiadas de frente y perfil, mientras, en paralelo, todo lo que acontecía en la sala podía verse en circuito cerrado de televisión. Una semana después, los mismos invitados fueron convocados nuevamente a la sala del Instituto para vivir la experiencia de ver su imagen devuelta por los medios. Durante los años setenta, Minujín incluso experimentó con el secuestro (voluntario) como forma de participación del espectador en la obra Kidnappening (1973), realizada en el MoMA de Nueva York con la colaboración de Gary Glover y cuarenta performers maquillados según cuadros cubistas del recién fallecido Pablo Picasso, que realizaban movimientos y cantos combinando ópera, poesía y danza, e instaban a la audiencia a participar. Una vez finalizada esa etapa, los performers secuestraban a quince espectadores ─que habían prestado su consentimiento previamente─ para depositarlos en distintos lugares de Nueva York y sus alrededores para continuar con su experiencia.

Los años posteriores al peronismo fueron un período de suma complejidad política, pero también económica: el país profundizó el proceso de crecimiento y modernización iniciado pocos años antes, obstaculizado, sin embargo, por una miríada de conflictos. Esta modernización económica introdujo profundos cambios en la sociedad argentina, y tuvo como consecuencia una correlativa transformación del orden social y cultural, que permeó todos los ámbitos de la vida. La masiva audiencia que convocó el Instituto Di Tella para esta ocasión fue un evento extraordinario que puso de manifiesto no sólo el gran poder de convocatoria traccionado por los medios, sino también el surgimiento de un nuevo público para la cultura, conformado en gran parte por sectores profesionales de clase media, jóvenes intelectuales y estudiantes. Se trata de un público ávido de consumos culturales y de información, una de cuyas fuentes principales fue el semanario Primera Plana, fundado en 1962 por Jacobo Timerman. Junto a Primera Plana surgieron Panorama (1963) y Confirmado (1964), tres semanarios de actualidad que fueron centrales para la difusión del ámbito político y cultural, nacional e internacional. Si bien estaban orientados a un público de clase media alta, pronto ampliaron su base de lectores a otros sectores de la sociedad. Para mayo de 1965, los problemas de las vanguardias artísticas eran ya un tema discutido en las páginas de estas publicaciones: Primera Plana se había acercado, no sin problemas, a las nuevas prácticas y movimientos, como el happening y el Pop, al cual dedicaría su portada un año más tarde. La Menesunda catalizó este interés y provocó un frenesí mediático, en medio del cual se la calificó de "un desesperado intento para espantar 'al buen burgués'" y "una suerte de divertissement", se la comparó con el Parque Retiro y parques de diversiones varios, pero hubo consideraciones sobre su valor de ruptura en "un medio tan pacato y provinciano (en el peor de los sentidos, el cultural)", y sobre el riesgo que esto significa. Fermín Fèvre escribía: "La Menesunda implica riesgos, un verdadero acto de asumir un gran compromiso, no solamente ante la crítica o frente al destino posterior de los artistas 'confabulados' en esta oportunidad. Se trata de un trascendental compromiso ante el público y ante el arte".

Las palabras del crítico condensan una atmósfera de ruptura pero también de apertura y contingencia, la aparición de un nuevo modo de acercamiento a la cultura, que afianza la experiencia como ámbito para la investigación y la práctica artística, como problema para la vanguardia y como medio para su expansión. Pierre Restany, crítico francés fundador del Nouveau Réalisme, recibe noticias de La Menesunda a través de los artistas y declara: "Menesunda est une contribution locale au grand oeuvre commun. Elle illustre l'avènement à Buenos Ayres d'une sensibilité autre, qui se pense et qui se veut à l'échelle du monde de demain",[26] testimoniando en tiempo real el desenlace ineludible de los procesos de transformación que se habían sucedido en Buenos Aires año tras año. Un año después, el 28 de junio de 1966, Onganía lidera el golpe de Estado que derrocaría al presidente Illia, instaurando la Revolución Argentina. Es el fin del paréntesis democrático y el inicio de un nuevo período de censura y represión. El ambiente del arte se transformó, el Pop comenzó a sonar como una tontería o un juego de niños, las obras se destruyeron en medio de la calle, se radicalizaron, se manifestaron como pudieron contra el yugo militar. La Menesunda hizo su aparición en medio de la década, a medio camino entre el Pop y la política, en ese espacio liminal que se abre ante aquellos eventos capaces de transformar la realidad. Radicalizó la práctica artística, la expandió en el espacio, la conmocionó con su descaro y su deseo de provocación, para luego replegarse sobre sí misma: luego de dos semanas se desintegró, y su rastro quedó sólo en los diarios y en el cuerpo de aquellos que la transitaron. La Menesunda fue, no tanto un punto de partida, sino el cierre de un capítulo que abre la puerta al siguiente episodio de la historia del arte argentino.


[1] Marta Minujín, Rubén Santantonín, La Menesunda, Instituto Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 1965, folleto.

[2] Romero Brest, Jorge. "Introducción." En New Art of Argentina. Cat. Exhib., Buenos Aires: Instituto Torcuato Di Tella, 1964.

[3]En 1968, el medio artístico llegó a su punto de mayor tensión. En la inauguración del Premio Ver y Estimar, Eduardo Ruano lanzó un ladrillo contra su obra, un afiche de John F. Kennedy en una vitrina, al grito de "¡Fuera yanquis de Vietnam!" En mayo se realizó la exhibición Experiencias 68, que originariamente era el Premio Nacional Di Tella, y tomó el título de Experiencias a partir de 1967. Durante la inauguración, Pablo Suárez distribuyó su "Carta de renuncia", dirigida a Romero Brest, en la puerta del Instituto, en la que manifestaba su disconformidad con la institución y su decisión de no seguir exhibiendo sus obras en ese contexto. Pocos días después, la policía clausuró la exhibición a raíz de las manifestaciones espontáneas del público contra el régimen de Onganía en la obra de Roberto Plate. Ante la clausura, los artistas retiraron sus obras del Instituto y las trasladaron a la calle Florida, donde las destruyeron. Algunos de los artistas fueron arrestados. En junio, el Premio Braque anunció un nuevo requisito: debía presentarse una descripción de los textos que se incluirían en las obras y los organizadores se reservarían el derecho de modificar las obras si lo consideraban necesario. Los artistas respondieron con cartas y manifiestos: primero Margarita Paksa, luego Plate y, finalmente, un grupo de artistas rosarinos liderado por Juan Pablo Renzi escribió y distribuyó el texto "Siempre es tiempo de no ser cómplices". Durante la entrega de premios, otro grupo de artistas irrumpió en el Museo Nacional de Bellas Artes arrojando objetos y vociferando su propio discurso. Nuevamente, varios de los artistas fueron arrestados.

[4] Este proyecto es mencionado en: Laura Buccelato, Greco Santantonín, Fundación San Telmo, 1987, catálogo de exposición; y en Marcelo Pacheco, "De lo moderno a lo contemporáneo. Tránsitos del arte argentino 1958-1965". En Inés Katzenstein (ed), Escritos de vanguardia. Arte argentino de los años ´60, Fundación Espigas, Buenos Aires, 2007.

[5] Rubén Santantonín, Hoy a mis mirones, Galería Lirolay, Buenos Aires, 1961, folleto.

[6] Rubén Santantonín, archivo personal.

[7] Kenneth Kemble, "Argentina's Band of the Damned", Buenos Aires Herald, 25 de septiembre de 1961.

[8] "Algo" para locos o tarados, Careo, 2 de junio de 1965.

[9] Según los relatos de algunos de los artistas que colaboraron en la construcción de la obra, fue el lecho matrimonial y la actuación de sus performers lo que disparó el interés de los medios y el consiguiente aluvión de público curioso. Conversaciones de la autora con Leopoldo Maler y Rodolfo Prayon, mayo 2015.

[10]Según el relato de Leopoldo Maler, mayo 2015.

[11] Conversaciones de la autora con Leopoldo Maler y Rodolfo Prayon, mayo 2015.

[12] "Algo" para locos o tarados, Careo, 2 de junio de 1965.

[13]El número secreto, aunque no tan secreto según informa la prensa, era indicado al momento de ingresar para evitar desmayos o sensaciones de claustrofobia entre los más sensibles a la oscuridad.

[14]Famosa discoteca que funcionó en Buenos Aires entre mediados de los años sesenta y comienzos de los ochenta.

[15]En 1968, Barthes publica "La muerte del autor"; al año siguiente, en 1969, Foucault publica su texto "¿Qué es un autor?"

[16] Así define Rubén Santantonín su actividad en un formulario del MAM, completado de puño y letra por el artista en 1966. Biblioteca y Archivo Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.

[17]Fue Rafael Squirru quien en 1956 impulsó la creación del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Crítico de arte y poeta, Squirru fue promotor del Informalismo, el movimiento de Arte Generativo, y muchos de los jóvenes artistas que circulaban en Buenos Aires entre mediados de los años cincuenta y comienzos de los sesenta.

[18] En 1963, Marta Minujín realiza una acción conocida como La Destrucción, cuando quema sus obras realizadas durante su estadía en París. En una tónica completamente diferente, en 1969, poco antes de morir, Rubén Santantonín destruye casi todas sus obras en una gran quema.

[19] Marta Minujín, texto dactiloscrito sobre La Destrucción, Archivo Marta Minujín.

[20]Santantonín, Rubén, Collage y cosas, Galería Van Riel, Buenos Aires, 18 de septiembre de 1961, folleto de exposición.

[21] Rubén Santantonín, "Porque nombro 'cosas' a estos objetos", enCosas, Galería Lirolay, Buenos Aires, 1964, folleto.

[22]2 Oscar Masotta, Revolución en el arte. Pop-art, happenings y arte de los medios en la década del sesenta, Buenos Aires, Edhasa, 2004. [Texto original sobre arte pop: El pop art, Buenos Aires, Columba, 1967]

[23] Marta Minujín, texto dactiloscrito sobre La Destrucción, Archivo Marta Minujín.

[24] Rubén Santantonín, archivo personal.

[25]Jorge Romero Brest, Arte 1965: del objeto a la ambientación, 11 de junio de 1965, mimeo, Archivo JRB, UBA.

[26]Pierre Restany, "Soyez réalistes: apprenez à conjuguer la vie au futur!", París, mayo 1965. Documento mecanografiado, Archives de la critique d'art PREST.XSAML24/40 a 42.

Calendario

Hoy es :

Copyright 2008 - 2024

| El Bazar del Espectáculo |

| El Bazar del Espectáculo Cine |

Creado por Cintia Alviti el 5 de Agosto 2008

Logo Gabriel García, rediseñado 31/10/22

Política de privacidad